18 de septiembre de 2011

Un poquito de pesimismo.

Y cuando dejas de creer en reyes que se pasean el mundo entero en camello en una sola noche, o en un ratón con el síndrome de Diógenes obsesionado con coleccionar dientes, empiezas a creer en el amor. Te sacan de mil cuentos que carecen considerablemente de coherencia argumentativa para meterte en uno que tiene aun más fallos.
Que ya no quiero oir hablar de princesas, ni de príncipes atrapados en un sapo o viceversa. Que se acabaron los finales felices donde a todo el mundo le gustan las perdices, ¡que no! Que yo no como pájaros ni todo es de color de rosa para siempre. Que ya me llevé un disgusto cuando descubrí que el moreno del Baltasar de la cabalgata de mi barrio sólo le llegaba hasta las orejas. Y que desde entonces me prometí a mi misma no volver a llorar por historias que se inventen los demás creyendo hacer felices a un par de ingenuos. Vamos a aceptar la asquerosa realidad, que ya somos mayorcitos.

12 de septiembre de 2011

El agujero negro

Llevaba alredor de cinco minutos allí sentada. Las piernas entrecruzadas y la mirada perdida en el constante e hipnótico movimiento circular de la lavadora.
Allí abajo sólo se oía el fuerte tic-tac de un reloj que parecía querer imponerse sobre el repique de dos goteras y el sonido arrullador del centrifugado.

Una sueave brisa que provocó que la puerta al final de las escaleras se cerrase, me sacó de mi omnibulación.
Enfoqué la vista en mi vestido negro que no paraba de girar y girar, y entonces, volvió a invadirme la impaciencia por sacarlo de allí.

La bombilla, que colgaba sobe unos cuantos cables desnudos, era la única y tenue luz que iluminaba el sótano. De vez en cuando parpadeaba un par de veces seguidas, las chispas se unían a la orquesta del reloj y las goteras, y después volvía a lucir. Durante esas milésimas de segundo perdía de vista mi vestido, pero cuando la luz volvía a ser fija, me daba cuenta de que ahí seguía, sin parar de girar y girar.

Apoyé el codo sobre mi rodilla derecha, y sobre la mano, la cara. Entonces solté un largo suspiro de aburrimiento.

El charco creado por las goteras comenzaba a hacerse más y más grande, pronto llegaría a donde estaba sentada.
Levanté de nuevo la cabeza para ver aquella mancha negra girar y girar dentro del tambor.

Acerqué el dedo índice al agua derramada en el suelo. Un escalofrío me recorrió el cuerpo al tocarla. Estaba helada.

Me sobresaltó un suave cosquilleo que ascendía por el dedo meñique de mi otra mano. Al girar la cara descubrí cómo una minúscila hormiga hacía tremendos esfuerzos por llegar hasta arriba,

Juguetée con ella algún tiempo. Después, mis ojos volvieron a posarese sobre el vestido negro que no paraba de girar y girar. Debía quedar poco. Paciencia.

Un fuerte ruido sonó en el piso de arriba. Asustada, apoyé ambas manos en el suelo para levantarme.
Me despreocupé por completo de la hormiga. Mi mano derecha estaba totalmente sumergida en el frio charco.

La bombilla parpadeó de nuevo. Dos veces. Chispas volvierón a escapar de ella precipitándose al suelo, sobre el charco, sobre mi mano mojada.

De nuevo el cosquilleo, esta vez mucho más intenso.

A diferencia de las otras veces, la luz permaneció apagada. Ya no lució más.

Justo en ese momento cesó el ruido de la lavadora. El vestido había parado de girar. El silencio había inundad la habitación.

El reloj, sin embargo, volvió a emitir un tic, para después venir un tac, y un tic, y un tac...